Josep Maria Flotats y Pere Ponce se enfrentan en un vibrante combate dialéctico en «La disputa», espectáculo producido por el Centro Dramático Nacional que se representa hasta el próximo 13 de abril en el Teatro Lope de Vega

En 1991 el dramaturgo francés Jean-François Prévand alumbró una interesante obra titulada Voltaire Vs. Rousseau, donde, desde la ficción, se abordaban los pensamientos y principios de los dos grandes filósofos que marcaron la Ilustración. En ella, ambos personajes deslizaban ideas teológicas, científicas, económicas o educacionales, incluyendo temas políticos donde se hacía referencia al germen del comunismo, incubado en aquella época, pero también a su antítesis, el capitalismo. De este modo, el autor nominado a un Premio Molière, utilizaba una anécdota relacionada con Rousseau —la difusión de un libelo en que se censura la nula consonancia entre su vida personal y los planteamientos filosóficos que defiende— para, acudiendo a su admirado Voltaire, reflexionar sobre lo anterior. Dicho lo cual, La disputa, título de la versión española, acertadamente traducida por Mauro Armiño y con producción del Centro Dramático Nacional (CDN), se revela como un libreto perspicaz donde dos de los pensadores más importantes del siglo XVIII se enfrentan con su mejor arma: la palabra.

 

A caballo entre Francia y España

De este modo, el espectáculo que se representa estos días en el Teatro Lope de Vega, continúa la línea de montajes intelectuales de Josep Maria Flotats, entre los que destacan Arte, La cena o Stalin, y en los que el barcelonés ejerce de actor, productor y director. O lo que es lo mismo, propuestas con una importante carga crítica en la que este hombre de teatro con mayúsculas brilla de una manera especial. Y lo cierto es que La disputa cumple a la perfección con esa idea, máxime cuando el texto procede de una nación, Francia, donde Flotats se ha prodigado tanto durante su encomiable carrera. Como muestra, no hay más que revisar el número de producciones en las que ha participado en el país vecino entre 1962 y 1983 —un total de 37—, frente a sus trabajos puramente españoles —24—. Eso sí, a la hora de elegir títulos, el catalán no hace distingos entre uno y otro idioma, predominando su gusto por lo clásico en apuestas tan loables como L’illusion comique, de Corneille, Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, Intermezzo, de Giradoux, Eduardo II, de Marlowe, o La Gaviota, de Chejov. En el caso de La Disputa, Flotats, cuya primera formación tuvo lugar en Estrasburgo, se mete en la piel de François-Marie Arouet —más conocido como Voltaire—, como solo los grandes actores pueden hacerlo: desde las entrañas. Así, su gloria nacional francesa, cuyas ideas le llevan a vivir en una suerte de semi-exilio permanente, respira elegancia y carisma, pues sólo de este modo puede representarse una figura tan lejana en el tiempo. Él es el anfitrión y el maestro —como su alter ego Flotats—, y a él debemos los cimientos de esta propuesta.

 

Ginebra, 1765

Pero como ocurre en la mayoría de títulos del teatro, un buen personaje debe tener un partenaire a su altura, y en eso Flotats no defrauda. Su elección como productor/director nos lleva a gozar nada más y nada menos que de Pere Ponce, actor todoterreno nacido en Tortosa, con varios premios a sus espaldas, quien le da la réplica de manera brillantísima. Así, frente al poderoso Voltaire de su colega en las tablas, el tarraconense borda el papel de Jean-Jacques Rousseau, polímata suizo precursor del prerromanticismo. Ambos consiguen trenzar un espectáculo de hora y media donde la solidez destaca por encima de todo, y en el que la haute comédie, o alta comedia tan añeja y poco habitual en los tiempos que corren, logra embaucar al público, merced a su gran oficio. En cuanto al resultado del combate —maravillosamente dialéctico—, cada espectador podrá sacar sus propias conclusiones, aunque es una obviedad que el personaje de Flotats, socarrón hasta el tuétano, nos lleva a empatizar de inmediato con los idearios ilustrados. No en vano, él es el encargado de «desenmascarar» a un Rousseau cuyo idealismo —que influyó notablemente en la Revolución Francesa— choca con su personal modo de vida. En cuanto al resto del montaje hemos de mencionar la naturalista recreación que el propio Flotats hace del palacete de Ferney, en la Ginebra de 1765. Una escenografía que, si bien no destaca por su originalidad, nos transporta de inmediato al lugar y la época. Lo mismo ocurre con el vestuario del diseñador italiano Renato Bianchi, en la línea cinematográfica a la que nos tiene acostumbrados. Sus figurines, historicistas y a la vez funcionales, cumplen con el encargo sin problema, si bien tampoco aportan nada nuevo. En suma, La disputa es un espectáculo más que correcto creado por y para el lucimiento de dos de los mejores intérpretes de nuestro país, donde las formas tienen menos importancia que el fondo, y cuyo texto —la piedra filosofal de todo buen producto escénico— rezuma calidad desde la primera frase.