Con la publicación de «Frankenstein o el moderno Prometeo», Mary Shelley creó el arquetipo perfecto del monstruo, pero también nos impulsó a reflexionar sobre los peligros de la arrogancia científica. ¿Quién era esta precoz escritora que revolucionó la literatura para siempre?

Mary Wollstonecraft Godwin nació el 30 de agosto de 1797 en Londres, en el seno de una familia de intelectuales adelantados a su tiempo. De haberlo hecho en 2000, y siempre según los dictados actuales, probablemente estaríamos hablando de una ‘friki’. Y es que la palabra «freak», que en inglés significa «raro», es sinónimo asimismo de «extravagante» e incluso «fanático», tres adjetivos que se adaptan como un guante al perfil de nuestra protagonista. Sin ir más lejos, su intensa biografía incluye episodios que hoy serían calificados de espeluznantes, pero que resultaban habituales en la época de los grandes cambios, esto es el siglo diecinueve. Muchos de ellos tienen que ver con su gran amor, el poeta y filósofo Percy Bysshe Shelley, quien a pesar de su innegable talento, para muchos es conocido únicamente por ser esposo de la británica —así de paradójico resulta a veces el mundo de la literatura—.

Para empezar, Mary congenió con su futura pareja en el cementerio londinense de St. Pancras, casualmente en el mismo lugar donde aprendió a leer sobre la tumba de su madre. Tenía dieciséis años, y aunque pueda parecernos insólito, aquel recinto no le era nada ajeno. No en vano, solía frecuentarlo con su padre y su hermana desde su más tierna infancia —la autora de «Frankenstein» perdió a su madre con apenas once días de vida—. Visitas que le permitieron ‘impregnarse’ del espíritu gótico del siglo XIX y que luego explotaría con pericia en su obra. Hoy conocemos este pasaje romántico gracias a la propia Mary, quien acertó al ponerlo por escrito en su diario: «El cementerio, con la tumba sagrada, fue el primer sitio donde el amor brilló en tus ojos».

Pero si hay algo que conmueve (y a la vez repugna) en su inefable trayectoria, eso es sin duda su apego «antinatural» a su querido Percy, una vez fallecido. Esta triste pérdida tuvo lugar en Italia, cuando el poeta aún no había cumplido los treinta años. Rota de dolor, la creadora no dudó en conservar su corazón momificado —lo único que se libró de la pira funeraria— durante toda su vida, utilizando para ello un bolso de seda. Un signo inequívoco de su vinculación con la Parca que ya nunca le abandonaría y que le obligó incluso a enterrar a tres de sus cuatro hijos…

1816 fue un año bisiesto declarado «sin verano» a causa del enfriamiento global producido por el volcán Tambora, en la actual Indonesia. Asimismo, fue el año de la primera fotografía, de la invención del estetoscopio y del nacimiento de Charlotte Brontë, la autora de «Jane Eyre». Siendo así, no debería extrañarnos que precisamente en esas fechas se gestasen dos de los grandes mitos del terror universal: la criatura de Frankenstein y el vampiro que inspiraría «Drácula».

La historia de su alumbramiento ha dado pie a innumerables publicaciones, documentales e incluso películas; desde «La mujer que escribió Frankenstein», el inquietante libro de Esther Cross, hasta «Remando al viento», curioso acercamiento del cine español con Hugh Grant y Liz Hurley como protagonistas. De ahí que el nombre de Villa Diodati forme parte del listado de lugares legendarios por méritos propios. Propiedad del aristócrata George Gordon Byron, una de las mayores personalidades del movimiento romántico, sus muros fueron testigos de una velada que cambiaría el destino de sus participantes para siempre.

El profesor Rodríguez Valls señala: «En aquellas fechas Mary y su marido Percy, acompañados de la hermanastra política de Mary, Claire Clairmont, se encontraban en Suiza, donde coincidieron con Lord Byron, siempre acompañado de su médico personal el doctor William Polidori». Los protagonistas narran en sus diferentes escritos personales cómo el tiempo fue excepcionalmente lluvioso y frío aquel verano y cómo pasaban juntos las veladas en animada conversación o entregados a la lectura privada o en común». Por los documentos sabemos que en esos encuentros, envueltos en sensualidad y misterio, se trataron muchos de los temas científicos de la época —desde las teorías de Galvani sobre la reanimación con electricidad a los experimentos de Volta—. Conversaciones en las que tendría un papel destacado el médico Polidori, y que asimismo leyeron una versión francesa del libro «Fantasmagoriana» (1812), donde escritores como Apel y Schulze recopilaban historias sobrenaturales extraídas de la tradición germana. Un ambiente idóneo donde alumbrar nuevas ideas que pronto halló su estímulo en la figura de Byron. Según parece, fue el autor de «Don Juan» quien propuso que cada uno de los cinco participantes redactase un relato de terror para leerlo en común. Invitación que, si bien no despertó el mismo entusiasmo entre todos, provocó que Mary Shelley se pusiese a buscar tema de inmediato. El fruto de aquel inusitado empeño fue un primer borrador de «Frankenstein», y otro de «El vampiro», de Polidori.

«Frankenstein» saldría publicada dos años más tarde (1818), aunque de manera anónima. Y es que se pensaba que la obra no sería bien recibida si los lectores sabían que había sido escrita por una mujer. Finalmente, Mary Shelley pudo ver su nombre impreso en la novela en 1832.